lunes

el peso de lo que piensas

¿Por qué estás leyendo esta entrada?
Es una pregunta a la que deberías poder contestar. La respuesta más probable es que te interesa lo que se dice en ella. O quizás tengas que hacer un trabajo sobre neurociencia y hayas encontrado este blog por casualidad. O puede ser que te haya llamado la atención su foto, que está puesta ahí sólo para eso, para llamar la atención. O te aburres en el trabajo y la lees como podrías estar leyendo el editorial del Marca, que hoy trae el atractivo título: “Cristiano sabe de su importancia, de ahí su sincero arrepentimiento”.


Sea como sea, en general, siempre deberías ser capaz de justificar tus actos, no para cuando te pregunten los demás, sino para cuando te preguntes tú mismo. En el ejemplo de arriba las justificaciones varían: por interés, por obligación, por otro tipo de interés y por aburrimiento. Otra de las razones-excusas más utilizadas es “había bebido demasiado”, pero creo que nadie la utilizaría en este caso…

Esta necesidad de auto-explicación que tenemos los seres humanos, y que parece lógica desde el punto de vista evolutivo (actúo sólo si tengo un motivo para hacerlo), tiene mucho que ver con nuestras últimas entradas, en las que hablábamos de lo frágil que es nuestra opinión y de cómo podríamos llegar a electrocutar a simpáticos sujetos si las condiciones fuesen las adecuadas. En todas ellas (sólo eran 3 pero así parece que trabajamos más) presentábamos experimentos en los que aparece lo que se denomina Disonancia Cognitiva: pienso una cosa y hago la contraria. Y cuando pienso una cosa pero hago la contraria no es tan fácil justificar nuestros actos. ¿Por qué electrocutó usted al otro sujeto? ¿Por interés? ¿Por aburrimiento? Lo más parecido es la obligación, pero nadie te estaba amenazando para que lo hicieses…
Hoy, día 7 de diciembre de 2009, traemos un experimento que creo que explica bastante bien nuestro comportamiento en este tipo de situaciones, en las que existe un conflicto interno. Existen otros parecidos e incluso anteriores, como el que realizó Leo Festinger en 1959 (y del que ya dijimos alguna cosa), pero el experimento que más me gusta es el que llevo a cabo un doctorando de Festinger, Elliot Aronson, cuatro años después. Y me gusta porque es un experimento con niños, que son los sujetos más sinceros que existen.
Lo que hizo Elliot fue lo siguiente: dejó a unos cuantos niños en una habitación llena de juguetes entre los cuales había uno que llamaba poderosamente la atención, un juguete con el que todos los niños iban a querer jugar. Pero antes de marcharse, Elliot advirtió a los sujetos (sujetillos) de que serían castigados si jugaban con este juguete. Pero no los advirtió a todos de la misma forma: a una parte de ellos (a la que llamaremos “grupo A”) les dijo que el castigo sería muy duro y a la otra parte (el “grupo B”) sólo les amenazó con una leve reprimenda.
Parece tonto, pero es genial. Los resultados lo demuestran:
Ninguno de los dos grupos jugó con el “super-juguete”. Hasta ahí todo normal. Pero poco después, cuando se dio libertad a los niños para que jugasen con él, los dos grupos se comportaron de forma distinta: Los niños del grupo A jugaban más con el juguete…
¿Qué estaba pasando? Os preguntaréis. Elliot, Festinger y demás colaboradores tenían una posible respuesta: Lo que estaba pasando es lo que le pasa continuamente al ser humano cuando tiene que resolver contradicciones entre sus acciones y sus pensamientos y/o deseos. En este caso la contradicción está clara: “quiero jugar con el juguete pero no lo hago” (pienso una cosa y hago la contraria). Y ante ella, la reacciones de los niños se dividían en 2:
Por un lado, los que habían recibido la amenaza más fuerte tenían un buen motivo para no hacer caso a sus deseos: el duro castigo. Así, siguiendo la teoría que había propuesto Milgram en su día, los miembros del grupo A se “cosificaban”, responsabilizando de sus actos a un ente superior. No podían hacer nada, lo cual es bastante tranquilizador.
Pero para los niños del grupo B no era tan fácil cosificarse. No existía una fuerza externa tan grande que les impidiese jugar con el juguete, ya que solo se les había amenazado con una leve reprimenda. Y así, como sucedía en el experimento de Leo Festinger, los niños del grupo B resolvían su conflicto cambiando de forma de pensar. Ya no es “un quiero y no puedo”, sino un “no puedo pero no quiero”, y así, desaparece la contradicción. Por eso, cuando se les volvía a dar plena libertad, ya no tenían tantas ganas de jugar con el juguete, tan deseado en otro tiempo. ¡Ya no creían que fuese tan fabuloso! Es genial.
Leyendo sobre estas cosas de disonancia cognitiva, descubrí que existe una fábula que se utiliza para ejemplificar el comportamiento de los niños del grupo B. La fábula habla de un zorro (o quizás sea una zorra) que desea unas uvas que hay en un árbol, pero es incapaz de idear una forma para alcanzarlas. Ante su incapacidad, el zorro resuelve la contradicción decidiendo que seguramente las uvas estén ácidas.
Como todos habréis hecho leyendo las últimas entradas, yo me equivocaré también y diré que yo nunca haría como el zorro de la fábula. Siguiendo con el ejemplo, yo acabaría conseguiría construir una escalera (costase lo que costase) para alcanzar las uvas. Y creo que esta es la forma en la que el ser humano ha llegado donde sea que haya llegado…
Pero quizás el zorro fue más feliz, después de todo. Había otras frutas que comer más cercanas y no perdió demasiado tiempo en conseguir las estúpidas uvas…


1

Lo he dicho n veces, pero no lo voy a obviar.
Felcidades por el blog.

Vaya por delante que me gustaría tener el ingenio y la capacidad de Milgram, Festinger y Aronson. Me gusta ese tipo de gente, en contraposición a los que se ponen bombas en el torso (… y demás sucedáneos).

Y aún por el respeto que tuviesen las personas que apretaban el botón e infringían las corrientes eléctricas por los señores de las batas, estamos hablando de que un ser humano golpea el cristal delante de ti rabiando de dolor (supongo que serían buenos actores).

Respeto todas las opiniones y teorías, pero no es una rata intentando salir de un barreño de agua mientras está drogada, no, es un tío intentando sobrevivir delante de ti, que su vida depende de ti. Lo más lógico es decirle al experimentador: “Mire, no quiero continuar con el experimento” y si éste te dice, no sé, continúa o te electrocutamos a ti también … pues habría ya que ir cosificándose.

=D

No entiendo a la gente que se contradice,
pero esto lo entiendo menos.

Un saludo.



http://thegraymatters.aprenderapensar.net/2009/12/07/el-peso-de-lo-que-piensas/

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