jueves

Diógenes nuclear

Las últimas controversias sociales apuntan groseramente con el dedo al calendario: perpetuidad se le requiere a la cadena, un siglo tardarán en apagarse los escombros nucleares, algo casi tan obsceno como los años que tendremos en la fecha de nuestra caducidad social. Si no, al tiempo.

Hay un saber admirable que intenta explicarlo todo –o casi–: la neurociencia. Alivia su ilustración sobre el tiempo, mostrándolo como algo relativo, propio de la neuroquímica cerebral: las neuronas espinosas oscilan sincronizadas y la dopamina regula su cadencia rítmica. Pero las drogas y ciertas patologías pueden alterarla y, por tanto, modificar la representación del tiempo. Por ejemplo, el reloj interior se ralentiza en ciertos enfermos que, en el caso de volver a ser estimulados corticalmente, o, prodigioso, al sentirse queridos, vuelven a advertir su paso raudo.

El Centro de Biología del Envejecimiento de la Universidad de California enuncia, extrapolables a los humanos, sus hallazgos en moscas, ratones y gusanos –vaya–: intuye posible “alargar“ las diferentes etapas de la vida. No se trata de dilatar el quejumbroso final del camino, si no de extender, por ejemplo, la niñez (algo como poco arriesgado, quién sobreviviría una eterna adolescencia o a un adolescente eterno). Ideal aplicarlo al momento de mayor plenitud en las personas: generaría una gran masa de activos y fecundos humanos, lo que hará invertir la pirámide social. ¿Se imaginan? La población mundial eternamente enamorada y atareada –no sabemos si productiva–, cultivando en vida, ecológica y obedientemente, huertos de futuras malvas para adornar los campos de detritos nucleares.

Para entonces, al hilo del inicio de este artículo, el paisaje ha de ser abochornante: las cárceles llenas de abuelos encadenados a su insolvencia y ciudades careándose con los despojos de sí mismas. Y es que la autopsia emocional de los residuos dice mucho del latir de una sociedad. La nuestra, por ejemplo, guarda debajo de la alfombra ancianos, etnias minoritarias, inmigrantes sin padrón, centros de inserción social para menores en riesgo de exclusión, unidades de atención a toxicomanías: ¡ni se nos ocurra emplazarlos a la vista!

Sin embargo, repentinamente, proliferan pedanías diógenas, con curiosa vocación de sepulturas atómicas. En el todovale por el pandehoy, alguno de los que rigen –o no– se engalla y postula su horizonte para la instalación de cementeras, cementerios radioactivos o empresas cáusticas. Huele mal, apesta. El Ministerio de Trabajo valoró en el año 2008, 220 empresas peligrosas para trabajadores y convecinos. Provocarían enfermedades de orígen químico, físico, biológico, por inhalación de sustancias, problemas de piel y agentes cancerígenos.

La acumulación en soledad es el principal factor definitorio del llamado Trastorno de Diógenes (filósofo, curiosamente, padre del cinismo clásico). Como la del cuatrero-venido-a-“más”, que recibe un sobre y receta la mortaja de su pueblo obnubilado. Enfrente, la incontenida rabia del plácido ciudadano que no se arredra y se desgarra en lucha vana. El problema es que los afectados de Diógenes no suelen percibir el clamor del entorno y siguen acumulando tesoros malolientes, sin pudor ni freno.

En tanto, a ver a qué pocero encargamos la controvertida obra nuclear. Veremos en la foto, embutidos y de ganchete, a Sebastián y a Cospedal, con sus neoMeybas ‘ilovecementerios’ en la piscina nuclear, qué ironía, así se llama. Lo dicho, allá cada quien con su conciencia. Maloserá.



http://www.xornal.com/opinions/2010/02/03/Opinion/diogenes-nuclear/2010020313185400794.html

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